La palabra escrita emite sonidos, sin que para esto se requiera leerla, ni siquiera en voz baja. Ello ocurre como consecuencia de una emoción memorizada que el cuerpo unido al alma reproduce, compone, etc. A nadie, que yo sepa, ha en efecto ocurrido que la lectura de ciertos fonemas aun únicamente imaginados no le provoque una real canción cerebral derivable incluso en un baile físico de los dedos, por ejemplo. Y con mayor razón esto sucede no ya sólo desde la palabra emergente de un recuerdo puro -“gracias a la vida” en latencia- sino desde su actualización yaciente cual muda escritura en pauta o verso… “que me ha dado tanto”: Violeta Parra, La Carpa de La Reina, el balazo, por retroacción La Niña Hechicera, …”me ha dado la risa”. Así, llevando la frase inicial de este texto a su paroxismo, se comprende que sea asignada al autista su condición de tenor como llevadera al dúo de Simon and Garfunkel sobre “The Sound of Silence” cantado nota a nota en el cerebro.

Este transporte de la emoción memorizada a la musicalidad potencial o actual representa un misterio resuelto por una metáfora concerniente a la química, a la electricidad, la ondulación o el amor, por ejemplo, que desde sí misma puede traer más notación fonética. Sin explicar nada, la metáfora en la cual se ha caído y/o optado prosigue así la partitura coral de unas runas o alfabetos cuya historicidad transforma a cualquiera palabra en semiótica de sinfonía inconclusa. La ficción del saber contenida en la metáfora hace así de ésta una alegoría cuya fuerza poética es objeto susceptible de discusión que continúa aun en el silencio a su discreta ruidosidad. De este modo, por ser intrínseco al ruido su esencia lógicamente continua -“natura non salta”-, se torna audible el canto de los muertos en cuanto arpegio pero también como acorde del grito que emitirá el feto ya recién nacido. No se puede comprender todo aunque esto sea buscado hasta la desesperación de la dulzura.