Leo en la Biblia: “He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal” (Gn. 3.22). “El hombre”, es decir: Adán y Eva. “Nosotros”: Yahvé Dios, los ángeles y el resto, anterior al sexto día, de la creación. Y sólo “del bien y del mal”, no de todo.
También leo en la Biblia: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23.34). “Padre”: Dios. Y “(…)los”: los asesinos de Jesús, Dios encarnado. Pero lo hacen.
En la letra, conocer es así menos que saber. Conocer se refiere, como visto, al bien y al mal. Y saber a la diferencia -en lógica de la humanidad clásica matemáticamente positiva- entre todo y ambos conceptos recién señalados, concernientes a la moral. La moral constituye al universo, más allá del cual se halla, todo e infinito, Dios, quien sin embargo está igualmente, por ser el amor, acá, aquél, crucificado y resucitado.
Si lo hubiésemos crucificado sabiendo lo que hacíamos, o sea el desamor del mal, seríamos imperdonables. No obstante, gracias a Dios, únicamente conocíamos dicho mal, por ignorar aún la totalidad del amor, siendo de este modo, además de perdonables, redimibles, tal como hizo el buen ladrón junto a Jesús.
No estoy aquí para argumentar más que lo anterior. No puedo ni sé hacerlo. Pido a Dios que según su voluntad acojamos libremente la paz compasiva dejada y dada por Cristo.
Mis palabras y mis actos no pueden alcanzar la perfección, ni debo o deseo buscarla, cual demonio, pues sólo soy humano, demasiado humano, gracias a Dios. Y pido perdón por el perdón que no doy.
Siendo católico, he rezado pues el Padrenuestro hasta escribir y leer aquí juntos a vosotros la palabra Amén.
6 comentarios
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septiembre 1, 2010 a 11:29 am
Arturo Montes Larraín
Escribí «matemáticamente positiva». Dudo si no debí escribir: «expansiva». A menos de entender que orificio negro hay por lo menos en el centro de la Tierra (Verne) donde gigantescas se revolucionan la malignas partículas elementales. Gigantescas por comparación a sus menos-«infinitamente» minúsculos satélites, esos demoníacos saltarines (Bosch) que caen bailando en torno de aquéllas. Entonces, desde un cero de la negritud allí instalado, sería positivo el camino llevadero, más allá de las porosas fronteras amorosas del universo, al Señor. Desde este punto de vista, Copérnico es pre-ptolomeico, al ser este planeta terrestre el Centro. La física de la post-modernidad travestiza con prudencia, pudor e hipocresía ese movimiento. Así, Hawking habla de la conciencia originalmente big-bangiana como sentido y no ya como centro del universo. Reafirmando implícitamente que el «movimiento» exista como algo más que «el mismo río» heraclitiano: una barra de hielo cuyas luciérnagas reflectantes de la luz creada en el primer día sólo simulan sus desplazamientos para la miope mirada interpretativa del ser humano.
septiembre 1, 2010 a 11:45 am
Arturo Montes Larraín
Mi Histotieta es Mi Historia de la Histeria en la Teoría del <- Aire. Tal cábala inserta en el título puede ser proseguida y contada en el doble sentido de esta palabra: sentido(s) aritmético y narrativo. Caben allí en efecto, por ejemplo, Histo, Ría, Teo, Thor, etc. En suma, muchas culturas en el destiempo de las civilizaciones, donde un ovni sauriano vive cual palimsesto bajo tu pergamino.
septiembre 1, 2010 a 7:16 pm
Arturo Montes Larraín
MISTERIO DE LA MISERIA.
septiembre 2, 2010 a 1:55 am
Arturo Montes Larraín
Sin Mal no hay Bien. Piedad siento de Dios: tampoco sabía qué sobrevendría a su Creación. Ni siquiera él, sábelotodo, omnisciente. Supo saber sin saber. O no supo saber sabiendo. ¿Cómo? Se sentía solo antes de sus arcángeles e incluso después de éstos. No soportaba él, omnipotente, esa soledad. Y pecó creando la Libertad («valor cristiano junto enseguida a la Igualdad y la Fraternidad propios de la Revolución Francesa» anteriores al Terror, según Juan Pablo II). El ser libre heredó así de Dios y multiplicó el pecado de éste contra sí mismo. Dios, culpable de amor, ama pues al Demonio y lo perdona. ¿Por qué esa presuntiva desesperación divina ante la soledad? No era bueno que Dios estuviese solo. ¿Pero cómo, si aún no había mal ni por tanto, menos, bien? Es éste un misterio definitivamente indescifrable para el entendimiento incluso de Luzbel. Lucifer ama, odia e ignora a Dios. Todo a la vez. O no. Se traiciona traicionándose a sí mismo quien traiciona por fidelidad idealmente simbiótica al redundante, insuperable y exasperante ideal de ser, como Dios, amor. ¿Qué amor? Yo no quería libertad. Menos aún ser. Más me hubiese valido no haber sido concebido. Dios es la causa de la mortandad que implica la Creación. Con hipocresía ilustrativa de su ser dice «que tu cruz no sea pesada». Pero las criaturas, amando vaya uno a saber por qué chucha qué, persistimos globalmente hasta contradicción divina en no suicidarnos. A esto preferimos la muerte natural del suicidio lento y disimulado. No obstante, ¿por qué (cf. Platón) Dios, omnisciente y puro amor, creó así desde sí la libertad para (cf. Aristóteles) el odio? Debe haber sido para descubrir por poesía los frutos libres de su propia libertad. ¿Y para qué él habría querido ejercer, perfecto, la suya? A esto no hay respuesta. El concepto de misterio se supedita a la noción de milagro inherente sin antropocentrismo a toda la Creación. Así, aun más que misterio, milagro tú mismo eres, pez de pies marcados sobre la arena: vida eterna. Y Lucifer eructa una carcajada en la dirección de Dios, quien, inocente según sí mismo, castiga perdonando. Milagroso sería saber cómo explica Dios su santísima fructuosidad. Nada necesita él explicar sobre sí. Nos es en rigor inexplicable. No insistamos. Sin misterio y sin milagro vida no habría. ¿Tanto mejor? OK. Pero vida hay. Y a la humanidad ratones (cf. Grass) sobrevirían; roedores celestiales de la finitud. Dios sonríe, por ejemplo budista.
Esta vida es un exilio.
septiembre 2, 2010 a 2:13 am
Arturo Montes Larraín
Miedo me da haber escrito lo anterior.
septiembre 24, 2010 a 8:59 am
Arturo Montes Larraín
No he releído ahora lo anterior. Escribo esto entre otras personas al sacerdote Cristián Precht Bañados con motivo de su septuagésimo aniversario.
En una lectura ingenua o inocente de la Biblia como quizás ésta, resulta curiosa la escisión establecida por Dios entre por un lado el Árbol de la Vida, el consumo de cuyo fruto da inmortalidad al ser humano (Gn. 3.22), y por otro el Árbol de la ciencia del bien y del Mal, el consumo de cuyo fruto rinde a aquél mortal aunque conocedor como Él y sus ángeles de la Ciencia del Bien y del Mal (id.). La inmortalidad sería incompatible con tal conocimiento. Es la adquisición ya cumplida de aquella ciencia, provocada por la tentación de Lucifer a Eva y de ésta a Adán, que los hace y nos hace al menos corporalmente mortales en cuanto organismo hasta ese momento viviente por principio «para siempre» (ibid.). El sacramento del Bautismo borra el Pecado Original de la desobediencia cometida al comer la fruta prohibida y de este modo restablece según el Credo la «resurrección de la carne y la vida eterna». Hay aquí una zona de misterio cuya clave es inaccesible salvo por la fe a la razón humana. Tal carencia está en la esencia misma de la fe. Es sólo por una perversión fanática de la fe que ésta podría darse la imagen por lo demás falsa de ser perfecta. Dicha carencia causa sufrimiento. No se lo puede suprimir sin fanatismo. «Es tu cruz, que no sea pesada», dice Jesús, cuyo auxilio atenúa el dolor.
Pero la oposición entre el Árbol de la Vida y el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal no existe para Dios ni sus ángeles. Ambos les son accesibles como toda la Creación. Además la Ciencia no tiene según toda verosimilitud por qué agotarse en el Bien y el Mal. Concebible es una Ciencia que sobrepasa aun más que infinitamente estos conceptos, una Ciencia inherente a la Vida en Sí, una Ciencia para la Creación incluida la humanidad sólo alcanzable por la resurrección adquirida gracias a la infinita y para nosotros milagrosa misericordia divina. ¿Sobre qué trataría aquella Ciencia de la Vida, excluyente del Bien y del Mal? La única respuesta aquí posible a esta pregunta es que ella, mediante la fe y luego la esperanza, trata del Amor absoluto, sin ya noción de Mal ni por repercusión de Bien como relativo al Mal.
Parece normal que en el Amor, no habiendo Mal ni concepto de Mal, tampoco haya noción de Bien propiamente tal. Éste emerge cual especificidad como respuesta al Mal. A su vez, éste surge en y desde la libertad acordada por Dios a su Creación. Comentando «Los ángeles caídos» de Bosch, Truell utiliza esta bella fórmula extensible quizás a toda la Creación: «Dios creó al Hombre para que redimiese al Demonio».
Sintiendo en sí y alrededor suyo el Mal y reconociendo allí también el Bien, el ser humano suele asimismo sentir una suerte de tristeza amorosa hacia Dios al concebirlo como decepcionado por el mal uso que aquél hace de su libertad. Este sentimiento es por la razón absurdo pues Dios sabe todo pero al mismo tiempo revela una emoción no ya satánica para «ser como Dios» sino, aunque pobre, virtuosa, para ser «de Dios».
Nada me es posible agregar al respecto. Sólo que en el mejor de los casos así y en paz quizás moriremos a este mundo: «mi paz os dejo, mi paz os doy» (Jesús).
El Amor absoluto, Dios, nos es inimaginable acá. No obstante, encarnado cual metáfora humana está. Jesús es el Hijo y, ascendido, en el Padre está («dentro de otro tiempo me volveréis a ver»). He allí la indicación del camino que con la libertad entregada a nosotros podemos seguir hasta alcanzar según nuestro atributo el Amor. Aquietante y comprensible es que Dios no nos sea perfectamente conocido si ni siquiera de mí mismo, por ejemplo, lo soy.
Nada impide que lo antedicho hoy sea considerado como una sarta de estupideces. Nada tampoco obliga a hacerlo. Desde el abismo clamo a ti, Señor.
No releo. Amén.