Leo en la Biblia: “He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal” (Gn. 3.22). “El hombre”, es decir: Adán y Eva. “Nosotros”: Yahvé Dios, los ángeles y el resto, anterior al sexto día, de la creación. Y sólo “del bien y del mal”, no de todo.

También leo en la Biblia: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23.34). “Padre”: Dios. Y “(…)los”: los asesinos de Jesús, Dios encarnado. Pero lo hacen.

En la letra, conocer es así menos que saber. Conocer se refiere, como visto, al bien y al mal. Y saber a la diferencia -en lógica de la humanidad clásica matemáticamente positiva- entre todo y ambos conceptos recién señalados, concernientes a la moral. La moral constituye al universo, más allá del cual se halla, todo e infinito, Dios, quien sin embargo está igualmente, por ser el amor, acá, aquél, crucificado y resucitado.

Si lo hubiésemos crucificado sabiendo lo que hacíamos, o sea el desamor del mal, seríamos imperdonables. No obstante, gracias a Dios, únicamente conocíamos dicho mal, por ignorar aún la totalidad del amor, siendo de este modo, además de perdonables, redimibles, tal como hizo el buen ladrón junto a Jesús.

No estoy aquí para argumentar más que lo anterior. No puedo ni sé hacerlo. Pido a Dios que según su voluntad acojamos libremente la paz compasiva dejada y dada por Cristo.

Mis palabras y mis actos no pueden alcanzar la perfección, ni debo o deseo buscarla, cual demonio, pues sólo soy humano, demasiado humano, gracias a Dios. Y pido perdón por el perdón que no doy.

Siendo católico, he rezado pues el Padrenuestro hasta escribir y leer aquí juntos a vosotros la palabra Amén.