“¿Se pregunta algo Jesús: qué?” me pregunto yo, tendiendo a responder tras breve síntesis, sin duda imperfecta de mis lecturas bíblicas, que nada, salvo didáctico, lo cual no dejaría además de tener cierta lógica, si Dios existe, si Cristo es Dios y si Él sabe todo, tornando así inútil cualquier cuestionamiento suyo de orden propiamente filosófico.
 
Uno puede concebir, claro, que “antes” de la Creación el Señor se interrogó sobre si practicarla o no, pues “no juega a los dados”, pero esto es cosa sólo de uno, y digo “sólo de uno” no por desdeño al valor de la imaginación dada por Él como componente de la Obra traedora de sus huellas digitales y capaz según se ve de algo tan inimaginable como imaginar aun pobremente, más allá de lo sensorial y de lo imaginable, al mismísimo Ser Inimaginable: Dios. Cuya esencia en cuanto Amor estaría demostrada de acuerdo con mi fe por su Encarnación, más aún todavía prometedora antes de la Ascensión hacia “otros rebaños (…), pero dentro de otro tiempo me volveréis a ver”.
 
De acuerdo con mi recuerdo, poco en rigor filosófico es que filosofan hacia su interioridad y hacia la misma vida los niños. Es normal, no son Dios. Mas en más que algo se le asemejan, más al parecer que el resto. El niño observa. El adolescente se ilusiona. El joven adulto empieza a ejercer planes. El adulto se carga de responsabilidades que comienzan a cansarlo. Luego ya se sabe sin que en definitiva a pesar de la filosofía ferretera algo se sepa, quizás.
 
Pero el niño observa. Huele la madera. Escucha al viento. Siente la palpitación de la piedra. En esto y otras cosas parecidas, sin casi preguntas y menos sobre su ser, consiste por divagación a veces o a menudo insana su forma de filosofar, próxima por comparación de otros seres a Dios. “Sed como niños”.
 
La mujer no piensa. Ella tiene los pies en la tierra. Produce leche. Riega plantas. No escucha pero no se la va una en la práctica del laburo. Habla de preferencia gritando sin cesar. Así conversa y filosofa con su hombre, auténtico filósofo. Ella expresa mal su lenguaje que él tampoco escucha habiendo ya optado para no irritarse en exceso por callar, sin que esto por gentileza le impida de vez en cuando decir algo. Existe un diálogo de locos. Ella es inocente por su sexo y cree ser escuchada, mientras él sin escucharle sino una palabra entre cien la retiene en la memoria para servirse de aquélla como reconstituyente en simulacro de alguna comunicación inteligible. Mientras él aburridísimo y con urticaria estaría si no fuese porque en el ínter tanto trata de relacionar el significado del sistema estelar con el dinero. Entretanto la hija adolescente en ensueño de amores rasca su cabeza y el niñito mira ya durmiendo por la ventana de sus ojos cerrados. Las parejas van trayendo cada vez menos hijos. Soy el mayor de nueve. Miguelito no tendrá más de dos ya habidos. No juzgo. La Creación tiene límites como he repetido hasta el cansancio porosos y para limitar parabólicos en aras de la encarnación y de la ascensión acompañada tras el regreso de Jesús, pródigo, dentro de otro tiempo.
 
Pero hay otro asunto casi olvidado. Es justamente el cuento del tiempo. Si digo que “antes” de la Creación Dios se inquiría sobre su factura es que me estoy haciendo una idea sobre la tridimensional temporalidad, sin tener al respecto -perdón- ni la más puta idea. Pues, patudo, me pongo en condición de sabiduría divina en relación con el pasado y por tanto del presente como asimismo del futuro; ¿por qué no entonces de la eternidad afofada cual noción muerta de su redundancia carente de todo sentido? No. No tengo el derecho ni la capacidad para percibir aquella tridimensionalidad ni como substituto provisional y sintético una marmórea eternidad; allí donde yacen los elegantes epitafios de la soberbia hecha aun sin tiempo polvo. Sospecho que fue sencilla pedagogía de Cristo su distinción trinitaria del tiempo. No habría habido un “antes” de la Creación. Ésta es. Su movimiento no existe. Pero entra de nuevo aquí a jugar el resquicio amoroso golpeado por Juan: “En el principio era el Verbo”; las palabras como juego matemático para la rica miseria humana.
 
Resumo aproximadamente ab initio. “¿Por qué?” es pregunta típica de Platón. “¿Para qué?” lo es de Aristóteles.
 
“¿Para qué escribir?” sería pues dentro de este esquema un interrogante de orden más bien aristotélico.
 
Sartre escribió que escribía para alcanzar la gloria y, en otro texto, para ser amado. Yo no soy Sartre. Tampoco escribo, si esto se llama escribir, para alcanzar la gloria, que francamente me importa un huevo. Y ni siquiera en el fondo para ser amado, pues no sin contradicciones ya me siento serlo no sólo desde luego por Dios, mi compinche Señor, sino también por gente, por animales, vegetales y minerales como por ejemplo tú. Con lo cual basta y sobra. No temo a la muerte. Pero sí a morir en el dolor del cuerpo y del alma. ¡No ocurra esto!
 
El cuerpo ya duele. Importa. Pero es bebible. Algunos sedantes que atontan son suficientes para ello. Atontarse es adormecerse sin pesadilla ulterior.
 
El alma también ya duele. Es por el bien que no he hecho y, quizás más por nueva patudez, que debido al error y al mal hecho, como cuando violé antes de estrangular a mi hijo espurio de dos años: una delicia de arrepentimiento. En realidad me siento finalmente bueno. Mas no se trata de esto al terminar las presentes líneas. Yo he escrito para amar y para dar amor como búsqueda del amar. Y en esto Sartre tiene en parte razón (aunque yo no habría planteado la cosa como él). Pues no se podría amar sin la felicidad de ser amado.
 
En mi escritura he querido eso. Pero mostrando por lo menos desde mí la contrariedad del ser humano. Escribiendo voluntarista,  incluso con frecuencia estupideces en lo posible desconcertantes aun para mí del ser humano, pues ¿no estamos a pesar de un anhelo a la bondad, extraviados? ¿No es nuestro cerebro una enredadera de carne? ¿Cuántas angulas se revuelven mordiéndose y remordiéndose en nuestros amantes corazones? Cristo incendió sin otra razón que según toda verosimilitud megalómana a aquella inocente higuera. Esto no le plantea pregunta. A mí sí. ¿A usted no?