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El niño se sentó solo sobre aquella roca frente al mar. Miró. Su alma inquirió del aire, del agua, del horizonte, del cielo, al futuro. No sabía que estaba inquiriéndolo. No había punto de interrogación. Era una canción danzando. Nada amenazaba. Él se olvidó de sí y del resto pues todo estaba perfecto. Eso era la vida.

La niña se le acercó en silencio por la espalda. Lo observó. Se veía hermoso en el universo. Ella apoyó su cabeza sobre el pecho de él quien tras un momento quiso acariciarla pero no lo hizo excepto por la respiración inconscientemente profundizada. No hablaron. La cabellera de ella se deslizaba sobre el cuerpo y la piedra.

– Debo partir.

– Yo también.

Se habían enamorado hasta ser, cada uno por su lado, abuelos; y después morir tranquilamente. Caminaron. Adiós. Nunca más se vieron. Tampoco se buscaron. Con lo vivido bastaba. La memoria no perdonaría. Los amores sobrevinientes estuvieron todos bañados por aquel rato de infinitud atardeciente.

Ella creía que enamorarse ya no sucedería más. Demasiada agua había corrido bajo el puente. La sabiduría del escepticismo concreto era de rigor. Todo había sido ya experimentado en la virginidad del imaginativo dedo. Nadie le vendría a convencer con simple seducción. El contacto de cuerpos por su futilidad podía aún hacer sonreír, por cierto, pero con el peso de la mentira. El hombre era el singular reiterativo de todos los hombres. Ella se ponía sobre ellos, i.e. él, con aplicada gimnasia en el cabello, en la danza de los senos y en la humedad del infierno rojo. Ellos, perezosos, se dejaban hacer. A lo sumo, adormeciéndose, conservaban los ojos semiabiertos aunque apagados y su mayúsculo músculo disciplinado en posición vertical. Las horas no le pasaban. Los orgasmos de la rusticidad femenina eran feliz rutina de la tristeza inmemorial del padre. Incluso once hubo aquella única noche precedente a la definitiva despedida. Al despedirse ocurrió el beso postrero, de pie. Partió olvidando su calzón, reliquia por él pronto echada a la gravitación acuática de la basura. Ya no era virgen. Pero estaba en el fondo agradecida. El tipo había sido correcto. Si veinte años no es nada, quince es menos. No cualquiera mujer inicia su vida sexual con once orgasmos respetuosos hasta el último de él sin contarlo. Menos aún si se trataba de un viejo más sabio en su pasividad activa que una tortuga masculina cubierta de piedras hechiceras y narrativas. Entregarse a la juventud de otra persona habría sido una estupidez. Nada hay más envolvente que la mansedumbre hipócrita de un anciano. Partió al tren, pues, con la ilusión ya satisfecha para la eternidad.

Sin embargo, tiempo después, para su sorpresa íntima, de pronto se enamoró otra vez. ¿Qué era esto? Era un infinito sentimiento irracional que venía de ese hombre -¿el mismo?- a su vientre esperanzado de maternidad. El deseo manejaba esta vez los hemisferios subterráneos de su feminidad. Ella pedía con la palabra amor semilla. Y la obtuvo en el infarto estentóreo del señor. El cadáver fue hecho cenizas depositadas entre pétalos sobre la salinidad oceánica. El vientre se abultaba. La palabra amor había sido una doctrina. La generosidad del semen fue un testamento. Sano nació el engendro al tiempo debido. Apareció curiosamente entre serio, sonriente y curioso. La madre nunca más se aparejó. No se trataba de ser fiel al encanto de aquel fruto. Ella se rehizo virginal. Siempre se trató -pensaba- del mismo padre, suyo y dulce, viudo. El niño cuyo nombre aquí no se cita creció más rápidamente que el torrente del tiempo. Triste es la vejez. La pequeña nieta la acompañaba de la mano por la calle. La abuela apenas caminaba. El hijo casado con una ciudadana togolesa trabajaba en New York para una empresa productora de iguanas. Ganaba mucho dinero por su doctorado en biología. Su mujer y él se aburrían entre sí. Él nunca supo ni quiso saber cuál era su origen. La antigua virgen calló, pues. Tendía la mano a la nieta, bien alimentada y vestida con elegancia viñamarina. El tiempo era un apagón de deslices. La chica regresaría semanas después donde sus padres. Y así la Historia seguiría hasta detenerse salvo excepción demográfica, enamorada.

El nescafé, la aritmética, el solfeo, la parada militar, el rock and roll, el baile idiota, el mosquerío, el chiste repetido, los chunchules, el agua, las homilías, el barrio St.-Denis en París, la Capella Sistina, la morgue en operación, la niña muerta por violación, la obligación del sufragio universal, el supermercado, el sudor, la guerra, el espíritu sentimental, la nieve sucia en la ciudad, el desentendimiento en la pareja, la represión en China, el recuerdo de los Borgia, Hiroshima, una hija puta, no amar, ver hambre, la mentira, tragarse una abeja, ir a Walt Disney, cazar una paloma, ser adicto a la cocaína, hacer el “amor” al lote, quejarse, cortar flores, la poesía oficialmente poética, la envidia, la determinación, el árbol caído, el ave y el pez muertos en el petróleo mercantil, la arrogancia del cretino exitoso, la falsía religiosa, la “clase alta”, teñirse el pelo de negro endurecido a los 90 años, la vertiginosidad en el exhibicionismo del sexo, ser cadáver con rastro de amargura, la ruidosidad de Berg, la ignorancia asertiva, el incumplimiento, Rubens, Wagner, la farándula futbolera de la agresividad, la señora que se cree señora siendo un prototipo de la vulgaridad, por xenofobia el murciélago o la rata, el triste y solidario cementerio de los elefantes, un cáncer a la piel, el perfume, el puritanismo integrista, los genitales hediondos, el barrio cívico en Santiago de Chile, la literatura salvo por excepción, la reducción de toda vida a una breve frase de “la vida breve”, la pesadilla por dinero, el amor inaccesible, la miseria, la adivinación pobre de Dios y su ausencia en ti.

 

Podría seguir. Para qué.

Si divido algo por nada, es decir por cero, ese algo, en sí (?), permanece invariable. Dividiéndolo por dos, queda partido en dos mitades. O por tres en tercios, etc., hasta las partículas elementales… del diverso universo. Cualquiera persona comprendería esto. Pero ocurre que si divido algo por uno queda igualmente intacto. A lo sumo le hago una tangente similar a la palabra cero, cuyo origen quise explicar por la geometría de la poesía en este sitio. De modo que, para resumir, 0~1. Negando esto parte un error insoluble de las matemáticas clásicas. La noción de semejanza es más sabia que aquélla de igualdad.

 

Este “error” miente sobre la verdad. El común de los mortales rechazamos comprender la correspondencia unívoca entre religiosidad y racionalidad. Ambas se acompañan no sin contradicción enemiga y a la vez amiga, estando por cierto subordinada la segunda, material, a la primera, trascendente, aunque ligadas entre sí, por postulado o fe en Dios sobre su ser amor respecto de la creación, al cual respondemos con ignorancia, con odio, oración y bondad. Misterioso y sorprendente ha de ser el juicio sobre nuestras almas y obras. La infinita misericordia divina suele ser un axioma oportunista para un consuelo egoísta.

 

Nada es idéntico a sí mismo. “Vuelve a nacer”. El álgebra, abstracción de la aritmética, señala por el comienzo anterior del Verbo, que incluso el Creador cambió su identidad, prueba de amor (?), aunque más no sea por no haber creado a haber creado mediante irrisorio “big bang” a la vida. La contemporaneidad mantiene fe simulando agnosticismo moderno en el lenguaje y se hace de este modo poesía de humor dudoso sobre “hoyos negros”. Escribió el divulgador Hawking que tales sistemas de orificios son ésos donde si se entre no se sale y que absorben todo. ¡Qué sabe él, por Dios!, nada. Hay poesía malvada en la “ciencia”. Nada en rigor sabemos y ni siquiera que casi nada sepamos. El Paraíso es nocturno. Antes de la luz hubo en el Verbo las tinieblas. El cielo está en la noche parabólica de las galaxias sobrepasadas por la encarnación y la ascensión. Bis, según nuestro humilde Einstein: “la luz es la sombra de Dios”.

 

Juan Pablo II dijo que “el infierno está aquí” (¿en él?, preguntaría Freud, por su teoría de la “proyección”). Yo digo que si así es el paraíso también está aquí. Con la única diferencia que Dios vence por amor al Demonio, tal como lo haremos nosotros. A veces vemos más el mal que el bien, otras es al revés. No se trata de mirar con bobalicona disposición idílica a este mundo. Pero sí de ampliar una dulzura en la perspectiva restringida y general. Rahner escribió que “la muerte es un acto inmenso de amor porque ella abre paso biológico a otro, sin distinción”. Se puede así asumir lo que no se puede rechazar. ¿Sería algo más que esto amar?

 

He escrito en A.I. numerosas estupideces. Mi única excusa es que han sido deliberadas: peor. Desde el inicio rechacé fingir “perfección”. Quise que fluyeran aquí nuestras diversas y complejas contradicciones sin ser el ejemplo de la santidad. El pecado nos salva. Es fuente posible de humildad. No digo segura. El dolor en el corazón viene del bien que se pudo hacer y que no se hizo. Quizás más que del mal hecho: ¿qué tanto?

 

De ahora en adelante, si sigo acá, suprimiré ironía, burla, insolencia, arrogancia.

 

Ayer hice un test de eneagrama: 1º instinto, 2º pensamiento y 3º emoción. Es torpe. Todo va unido. Debí escribir aquí otras cosas que olvido, es muy tarde o temprano: 4:35 am por ahora. Buen domingo. Mi cariño. Sí, Mª.Fª. Los tumultos son pasajeros.

 

Gracias. Seré racional. Hablaré de política y de ciencia. Qué lata.

Ella es más amor que la dulzura. El barrio la respeta por su generosa y feliz humildad. Envejece en el cobre quebradizo del otoño. Quedó viuda de un hombre vivo que partió para siempre no se sabe dónde ni por qué. La única hija de ambos llegó no sin esfuerzo maternal a ser ni más ni menos que prestigiosa astrónoma. Para que esto tuviese éxito, la madre durante años plantó flores y calabazas que la vecindad compraba para asegurarle una vida digna. Patricia nunca emitió una queja. Su hija Isabel la visitaba tras largo viaje una vez al mes, a veces una cada dos, llevándole cuentos de estrellas y aceitunas nortinas en especias marroquíes. En ese paraje urbano husmeaba la poesía sin palabras. La gente acostumbraba saludarse por la mirada. Los perros no ladraban al paseante. Solía llover poco. La desigualdad social era un hecho de la causa. En el almacén de la esquina el trueque entre rosas y huevos se hizo habitual. No había delincuencia. Los niños jugaban en bicicleta. Ninguna religión en particular era de rigor. La convivencia constituía algo más adusto que idílico. Las acacias de la acera sonreían con sus hojas de plata polvorienta y verde. Un damasco esperaba al verano en cada casa. La vida era en suma hermosa. No había infidelidades. Un mercado se instalaba allí los domingos con frutas, verduras, peces, mariscos, carne y yerbas. Nada era muy caro. Grupos de músicos iban cantando con el sombrero en el suelo. Carabineros pasaban tranquilos. Zorzales se detenían sobre la calle con sus patas anaranjadas, observando a la especie humana. Patricia regresa a su casa con dos bolsas: Isabel vendría hoy. Comen en relativo silencio y en absoluta amistad papas con chuchoca, prietas, coliflor y de postre manzanas. No sin beber poco vino pipeño: las papayas serán para después de la siesta. El dormitorio donde duermen consta de una cama, un velador, una lámpara, una estufa, un Sagrado Corazón de Jesús, una fotografía del padre y marido, más una decena de libros. Isabel debe pronto irse hasta el próximo mes. Ignora que ya no se verán más. Patricia lo sabe por su estómago pero calla. Se abrazan. El vecindario despide a Isabel. El mercado ha desaparecido. Alguien habla de política. Los zorzales huyeron. El día jueves Patricia cayó al suelo. Su cotidiana ausencia pública causó extrañeza. Un adolescente fue a averiguar qué sucedía. El funeral fue florido y austero. De la madre resaltaba su hermosura en la sonrisa llena de estrellas. Isabel llegó atrasada. No lloró. Vendió la casa. En su memoria esperanzada cantaba una canción de Pedro Vargas, “dime que sí y un pedazo de cielo tendré”. Con el precio de la vivienda adquirió una tumba individual cuyo epitafio de bronce señala:

Patricia Gómez Huenchumán.

1917 – 1973.

“Quise amar más”.

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