Freud sostiene aproximadamente que el mono se hizo hombre gracias a la pérdida del olfato. No concuerdo con ello. Pero no importa. Le invito, participante en A.I., a que si quiere vaya leyendo y reconociendo los distintos aromas en las siguientes palabras que propongo, como es evidente -resulta un poco ridículo explicarlo-, sin ningún espíritu exhaustivo y a título puramente ejemplar, para saber si en efecto ellas huelen; pues misteriosa me parece esta metamorfosis entre cultura y sentido. Vamos paso a paso. Con descanso intermedio. Como en “Cuadros de una exposición”.

Sus neutrales pituitarias.

La bosta de caballo.

El pasto recién cortado.

La sien de la amada.

La tierra porosa tras la lluvia.

El azahar.

El mar.

El perro de la casa.

La tienda de géneros.

La iglesia.

El sudor agriado.

El aire puro y frío.

La botonería.

El silencio.

Los hongos por humedad en el muro.

El pedo hallado al viento del azar gregario.

El tabaco.

El jazmín nocturno.

El sauce llorón.

La comunidad del ser pez.

La sangre humana.

El computador.

El dentista.

El garaje.

La sala de espera.

El cadáver.

El calostro.

La vagina.

El glande.

El ano.

La notaría.

La ostra.

La hostia.

La prostituta.

La santa.

El incendio.

El pino.

El vino.

El ovni.

El hijo.

El jabón.

El significado del timbre.

El color amarillo de la pregunta.

El buitre.

El vómito.

El cloro.

La lectura independientemente de la tinta láser y del papel de arroz.

¿Huelen algunas de esas palabras? En caso positivo, ¿cómo es que ellas huelan, presente futurizable, sino por recuerdo de vida vivida? ¿Qué hace Dios mío que algo hecho escrito y sin ya ese algo entregue con exactitud su aroma o su hedor? ¿Qué lleva a que el fonema “relatividad” traiga el olor a la caspa californiana de Einstein implorando tu encuentro? ¿En qué magia sensitiva nos tienes metidos? Tu arte huele acá.