La invité a almorzar y un poco a pesar suyo, para contrariar su soledad de amor imposible, aceptó. Yo no tengo mayor interés como se dice sexual por ella aunque tampoco me sea indiferente. El hecho es que dispuse mi alma rechazando su sugerencia de ir a “otro lugar” es decir a un restaurante pero en cambio sí a mi casa, la dispuse para hacer lo mejor del mundo desde lo que tenía, la dispuse alegrándola para la preparación calmada de las papas, de las zanahorias, del pollo, sin exagerar en los condimentos. Yo ya estaba preparado en la comida para ella. Quise que mi capacidad de amar estuviese en la lentitud del fuego. Tuve la ilusión de reconocer en ella la comprensión de algo tan sencillo y a la vez tan complejo como eso. Había lágrimas de miel en las zanahorias asadas, por ejemplo. Ella llegó como de costumbre atrasada. No me importaba. Yo ya estaba bien dispuesto para eso. El tiempo transcurría como la nube de una esperanza sin poesía. Todo estaba preparado en el requerimiento del tiempo que transcurre bajo nubes y sobre fuego. El horno es cavidad de sabiduría en la filosofía culinaria. Uno no puede dar más amor del que puede dar. Si lo pudiese, reventaría de amor. La muerte es un exceso. El hecho es que sonó el timbre. Ella llegaba. Hubo un beso de su parte preventivamente arrepentido, ya de nariz enrojecida, ya con el anuncio de un llanto durante la posteridad hipotética de la siesta. Ella había traído una botella de vino de la cual aún resta algo. Está la mujer sentada a mi lado leyendo las frases que brotan de mí respecto del almuerzo. Algo sobró. Nada ha sido aseado. La conversación fue obviamente un soliloquio en nada, como se debe, desagradable. Hubo música, luces. Esta historia es apasionante. Pero es real. Luego fuimos a la cama. Allí durante horas ocurrió algo que no es exactamente lo que Usted imagina. Es inenarrable. Dado lo cual no lo narro. Imagínelo Usted si quiere. Le aseguro que no daría en el blanco. Ella me enciende ahora un cigarrillo. No desmiente nada sobre lo escrito. Aquí está la pura y santa verdad. Bueno, para satisfacer en parte la curiosidad sensitiva de Usted, le contaré que sí, ella me regaló además unos chocolates de menta y algunos besos. El beso no es un contacto físicamente diferente del mano a mano. Su valor tampoco reside en su ferocidad demostrativa de estar amándose o algo parecido a esto. Vale en voz dulce. Vale de confianza a confianza. El beso es una forma extraña de dulzura que la humanidad ha podido concebir para entrañarse e ir teniendo el sentimiento de superar la memoria del dolor. El beso hace posible algún olvido aunque sea transitorio. No hablo aquí de mi beso. Hablo del suyo. Excuse Usted la repetición, pero ella besa en lágrimas. Yo no. Yo beso en dicha. Aunque me cause alguna desdicha ese llanto de amor lejano a ella misma y no obstante suyo. Pero predomina en mí el goce de sentir su labio no forzado en mí. Su mano roza como por azar mi sexo, que de inmediato obediente se yergue cual cabo segundo del ejército. Ella lo sabe. Todo está en sus manos. Ya no está sentada a mi lado. Ha ido al baño. Es el llanto del pipí. Ya volverá. Luego partiría si es su deseo llamado también, pues mañana se trabaja, deber. Mentira. Si quisiera, permanecería acá. Esta mujer se jode la vida entre el amor y la falta de amor. Se halla enamorada de un hombre que la conduce al fracaso sin querer hacerlo. El pobre está casado y tiene hijos. No piensa separarse. Le cansa la idea de hacerlo. Ahora ella regresa del baño. Me acepta dos besos. Huele a mí.