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Hijo amado:

«Hecho» viene de «hacer». De «echar» viene «echo». Así, yo te echo de menos. Es una sorprendente escritura. Te echo: te boto, te expulso. Echo a mi hijo. Pero no de más, como si fuera para que nunca más volviese y siguiera expulsándose hasta la eternidad egocéntrica de mi olvido. No como ser incinerado cuyo polvo desaparece cual polen al viento en el polvo entomófilo de las galaxias subterráneas que deslumbran a la noche estelar. No. Y tampoco lo echo a la neutralidad observable de una tumba tangible donde si me diera la gana yo pondría la hipótesis cotidiana de unas flores matutinas y frescas en proceso de putrefacción. No, No se trataba de echarlo para que permaneciera inerte bajo el poder pesado de mis pies, pisoteando la tierra a través de un cemento enrejado y vertical. No. Yo lo había echado de menos. No de más o menos como en el cementerio ni de más allá que más o menos, es decir de más, como en la última despedida ya hecha definitivo cometa espermetazoidal. No. Es de menos que lo echo. No por mí. Es por su parabólico viaje del regreso a cualquier tiempo en cualquier lugar, por qué no quizás este mismo hoy, donde yo ya tal vez no estoy, si la elipse abierta de mi libre omega ha soplado esta alma a nuestro común abrazo cuando sea y a donde dé lugar, en cualquiera palabra, como por ejemplo la palabra humilde de una ubicua y loca ejemplaridad entre nosotros y todos nosotros, almas palpitantes cuales peces en la red permeable que se abre a la divinidad de una roca en la rosa de la boca infinita por donde salió Huckleberry Finn según Mark Twain. Eso es la religiosidad por donde nos echamos de menos, sabiendo que «echamos» es a la vez pasadi y pretérito, por tanto también futuro y contidional actualizados por el amor. Recibe un beso de tu padre terrestre, primer hijo mío de aquel cometa entregado al vientre fecundo de la madre tuya. Juan Pablo I fue asesinado menos por enfurecer a la mafia de la Curia que por haber hermafroditizado a Dios, señalándolo como «Padre y Madre a la vez». Así sea su bendición acariciante sobre la vida que le agradecemos.

El sentimiento del tiempo en el espacio termina por dominar a éste, indiferente prisionero ya de aquél. Una pusilanimidad del alma ante la realidad espacial la estrecha, relativizándola, y asimismo libera curiosamente la conciencia sobre su determinación sin embargo en colapso. Como si por empequeñecerse la noción sobre la importancia del lugar donde se está ella misma se agrandase al ampliar por su reducción a la temporalidad circundante. No hay en esta sensación aún sólo física de un adiós algo precisamente afectivo. Los amores entre los cuales se ha vivido desaparecen como fantasmas sordos y mudos. Son apenas nombres igualados en su esencia literal al mío y al de quien sea dentro de este aún respirable calabozo silencioso, oscurecido y carente de emoción. La diminuta inteligencia humana sigue viva mas inerte ante la prueba objetiva de su tamaño al interior de la indiscernible aunque manifiestamente inmensa intemporalidad en cuanto corolario verdadero de esta más próxima cáscara temporal. La gente moribunda se despide de este modo y se abandona serena al más allá del allá y del más allá, notando de paso que las preguntas de acá habían sido ficciones sensoriales confesadas por la multitud finalmente unificada de las palabras, de las musitaciones, de las manos o de los pentagramas en los ríos palmarios que exhibían las generosas manos. Morir estaba siendo la salida comunitaria e individual a la penumbra de otra luz vagamente reconocida como anterior a una coetánea concepción. Algunos llantos gimientes habían inventado la cordialidad siniestra y estridente pero continua de los violines, acompañados por el resto complejo de toda aquella orquestación. La música se aglomeraba con sus distintas voces en el diapasón ya eternamente frecuencial de la sola nota “la”. Los paréntesis del tiempo con su espacio por ellos contenido se plegaban entre sí admitiendo el paso de esa alma todavía adolorida en el brazo de su corazón hacia el desconocimiento hipotético de la eternidad.

El infarto terminal de esta iniciación había llegado con la instantaneidad del furioso relámpago tras el cual el cráter causado por el trueno funeral fue extinguido a piocha y pala computarizadas, enterrado y hecho polvo ceniciento, absorbido entre pétalos multicolores por la profunda superficialidad del movimiento oceánico. Los reinos animal, vegetal y mineral contemplaban en el silencio de “la” esta proximidad renaciente de la siguiente ola sobre cuya espuma de marejada se acariciaba el recuerdo de esa gaviota pronto nublada. Un niño, o sería una niña, se arrastraba sobre la arena, que, tibia, granulosa y diurna, le hacía sentir hasta sus médulas la cuerda vibratoria, catenaria dual entre las vías lácteas y las partículas elementales. La infinitización de la intimidad así retrotraída se engrandecía y repercutía por oscilaciones permanentes en aquel cuerpo pequeño ya ido desde las flores hacia el axioma de la divinidad. El proceso superviviente y fútil del contrato amnésico no era ya sino esperanza renovada de otra planetaria postergación. Peces, árboles, piedra y gentes recomenzaban de este modo a conversar sonrientes al viento de las cenizas sobre la arquitectura del cotidiano castillo arenal cuya reconstitución matinal la marea nocturna imponía, tras borrarlo en la muerte delgada del agua salada sobre la playa.

Es lo que observaba ya dulcificada la madre de Pablo al partir con él y sin él hacia el automóvil de puerta abierta donde unos brazos extensos los acogían para iniciar el camino aromático de este regreso previsto y sorprendente. Francisca se durmió.

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