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El Señor Administrador y yo hemos tomado la decisión de clausurar este lugar de conversación, por considerar ya fracasada la esperanza que inspiró su creación. A pesar que en un mes las estadísticas muestran un número importante de mudos observadores, la participación activa de ellos nos resulta insatisfactoria; y poco estimulante para proseguir el esfuerzo que hemos realizado. Nos da además la impresión de un estancamiento es decir de un retroceso en el interés que esta iniciativa suscita, a pesar de estar conscientes que hay personas muy entusiasmadas por ella. Pensando en ellas, sentimos dolor por nuestra determinación de cierre. Pero no nos es exigible continuar hablando a un muro. Lejos de nosotros está un ánimo inquieto de desazón por habernos faltado la “recompensa” de una comunicación más enriquecedora. Más de un error nuestro habrá sido parcialmente causante de la degradación referida. Y no tenemos ningún derecho para culpabilizar o sentir resquemor hacia nadie de Uds. Al contrario, partimos a otros horizontes agradecidos por la colaboración recibida; y contentos por haber buscado el cumplimiento de una labor ciudadana que creímos posible para elevar todos juntos nuestro nivel cultural y para hacer un aporte al país.

La clausura de la “Amaneciente Incertidumbre” queda sin embargo postergada hasta el próximo domingo, porque sería injusto producirla de inmediato si hubiese energías latentes a las cuales no se entregase una oportunidad para manifestarse. Sin que la expresión de tal oportunidad encubra obviamente un espíritu por lo demás irrisorio de “amenaza”. Se trata sólo de dejar una puerta entreabierta que nos señale el eventual error contenido en nuestra decisión antes señalada. Entretanto, no aparecerán nuevos temas propuestos a la hipotética reflexión común, aunque sí pueda haber reacción a eventuales comentarios sobre los textos ya existentes, incluido éste.

Saludamos a Uds. con sincero afecto.

Arturo Montes.

Louis Robert.

–         Mamá, ¿qué es el éxito?

–         Es obtener lo que se ha deseado.

–         Entonces yo tuve éxito hoy. Quería ganar un partido de ping-pong y lo gané.

–         Qué bueno.

–         ¿Y el fracaso es no obtener lo que se ha deseado, como si yo hubiese perdido el partido?

–         Sí.

–         ¿Es malo fracasar?

–         Duele.

–         Sí. Anteayer perdí y me dolió.

–         Pero a veces el fracaso enseña a mejorar. Por ejemplo, sin el fracaso que te dolió anteayer, no habrías quizás tenido éxito hoy.

–         Comprendo. Pero no es lo único que cuenta.

–         No. Hay muchas otras cosas que cuentan, unas que sabemos, otras que no sabemos.

–         Claro. Oye, mamá, ¿y puede ser que lo que yo sienta como éxito mío hoy…

–         …sea visto por ti mismo como un fracaso tuyo mañana?

–         Sí, eso es lo que quería preguntarte. Pero respóndeme. ¿Sí?

–         Sí. Puede suceder y sucede.

–         ¿Y lo mismo pasa pero al revés con el fracaso?

–         Sí.

–         Pero, entonces, ¡no se sabe qué es el éxito ni qué el fracaso!

–         No, no se sabe. Es una sensación del momento, que puede durar poco tiempo o mucho tiempo, según cada caso.

–         Claro. Hum… Disculpa, ya se que es loco, ¿pero que pasaría si el partido durase toda la vida?

–         Te estás poniendo muy difícil para tu edad. Me confundes. No se cómo responderte. ¡Los partidos nunca duran toda la vida!

–         De acuerdo, pero imagínate que toda la vida no fuese sino el mismo partido, un juego…

–         En la vida se juega, pero la vida no es un juego.

–         ¡Pero imagínatela así!

–         No.

–         ¿Por qué no? ¡Tú estás imaginando que la vida no es un juego! ¡Igual puedes imaginar que es un juego!

–         Sí.

–         ¿Y entonces, qué es el éxito, qué es fracaso?

–         Entonces, el éxito es morir feliz y el fracaso es morir infeliz.

–         Comprendo. ¿Y cómo se hace para tener éxito, es decir para morir feliz?

–         Siendo bueno, sincero y por tanto hermoso.

–         Yo tengo una nariz muy larga.

–         Se puede tener una nariz muy larga, ser muy gordo, muy pelado, y ser, por bueno y sincero, hermoso, hermoso frente a ti y hermoso para los demás.

–         Comprendo. Y se puede ser linda como tú, pero fea, porque eres mala y mentirosa.

–         Tontito.

–         Hum… ¿Y qué pasa con la plata?

–         Poca plata es mejor que mucha y nada es peor que poca.

–         ¿Cuánto es poca, o sea, lo mejor?

–         Poca es la que deja vivir en paz.

–         Comprendo. ¿Y cómo se hace para lograrlo?

–         Viviendo como tú eres.

–         ¿Sin importar lo que haga?

–         Sí, importa.

–         Cuéntame.

–         Por ejemplo, ahora vamos a comer.

–         Y después a dormir.

–         Sí. Y mañana será otro día. Y así siempre. Sin miedo.

–         A veces tengo miedo.

–         Ríete de él y se te pasará.

–         Ya, tienes razón, tengo hambre, vamos a comer.

–         Pero antes dame un beso. Qué rico. Te quiero.

–         Yo también. Pareces una niñita chica.

–         Y tú un viejo molestoso. Pero gracias por la conversación.

–         Gracias a ti. Fue exitosa… Empatamos.

–         Sí.

–         El éxito está entonces en empatar.

–         Hum… Sí.

–         Y el fracaso está en ganar o perder, ¿o no?

–         …Sí. Al ganar uno pierde porque hace sufrir al otro y el sufrimiento del otro te hace sufrir a ti. Y al perder uno gana porque hace feliz al otro y su felicidad te hace feliz a ti.

–         Hum… Sí, pero no siempre…

–         No, no siempre.

–         ¡Lo mejor es empatar!

–         Sí, pero empatar y siempre empatar resulta aburrido.

–         Sí. Entonces, ¿en qué quedamos?

–         En que vamos a comer.

–         ¡Todo un éxito, mamá: empatamos!

–         Y después buenas noches.

–         Sí. Buenas noches.

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Pedí a mi hermoso, veraz, bondadoso y juguetón hijo menor aún muy pequeño (¿8 años?) que retuviese en su mente la palabra “filosofía”. Él no la había escuchado, a lo sumo quizás sólo oído como tantas otras palabras que en el curso de la vida oímos sin escuchar, un poco del mismo modo que, por ejemplo, miramos sin ver. Miguel accedió. La repitió dos o tres veces en voz alta. Hasta que la  tuvo ya registrada en su cerebro como palabra cuyo sentido era para él desconocido. Permaneció él en silencio pero observándome. Su observación significó para mí su pregunta evidente, que, por ser evidente y por respeto a la hipotéticamente real inteligencia del lector, omito. Respondí a mi hijo muy amado: “Filosofía es el trabajo dedicado a pensar, a hacer pensar y si es posible a comprender, mientras entretanto, sin casi darse el filósofo cuenta, adquiere conocimientos y quizás saber”, simplifiqué; concepto perfectible que en su sustancia conservo vivo hasta hoy como más valioso que la etimología disponible en cualquier buen diccionario.

Conté a mi niño que en la Antigüedad había existido entre otros filósofos uno llamado Platón y que éste distinguió tres virtudes principales para la humanidad, las cuales yo iba a anunciar a Miguel por orden alfabético, a fin que no supusiese, en otro orden, una implícita insinuación de jerarquía valórica hipócritamente inculcada de padre a hijo (claro, utilicé otras expresiones más sencillas, pero creo que él ya había intuido mi estrategia didáctica, por haberla visto practicada en numerosas ocasiones). Platón escribió:

“Belleza, Bondad y Verdad”.

Le pregunté en seguida cuál de esas virtudes es según él la más importante. De manera instantánea respondió: “La Bondad”. Sentí una satisfacción que no comuniqué. Pregunté: “¿Y entre las otras dos?”. Allí sí hubo cavilación. Hasta que, tras un largo minuto, exclamó: “Pero, ¡son la misma cosa!”. Quedé sorprendido, más que contento y se lo hice saber con una caricia en el pelo.

El acceso y el ejercicio “exitosos” (?) del poder político se debe no ser ni demasiado bondadoso porque ello suele estimular abusos corruptivos que además desacreditan como tonta a la autoridad; ni demasiado veraz porque algunos secretos de Estado son de rigor para el beneficio público, porque mucha inteligencia da la impresión socialmente negativa de tener a una autoridad imprevisible, incomprensible y por tanto peligrosa o porque exceso de “verdadera belleza” genera sentimientos de inferioridad estética pronto transformados en acusación de vanidad o fatuidad contra la persona gobernante. En otros términos, se deber ser un “poco” malvado, un “poco” mentiroso y un “poco” feo: ¡“éxito” asegurado! No daré ejemplos combinatorios de estas “cualidades” a personas determinadas. Sería molesto. Es además un ejercicio lúdico que el lector puede realizar por sí mismo.

Pero me referiré a don Bernardo Leighton Guzmán.

Siendo yo independiente y habiendo sido él democratacristiano, mucho mayor que yo, tuve y tengo el privilegio de conservar sobre él la prueba tangible y actualizada sobre la existencia subsistente de una potencial y real excelencia humana.

Leighton cumplía el requisito de ser, en términos “clásicos” (?), un “poco feo”. Pero, ¡oh imperdonable crimen en política!, era demasiado inteligente y demasiado bondadoso. De lo primero da testimonio el hecho que don Arturo Alessandri Palma, hombre nada tonto, haya hecho de Leighton el ministro de Estado más joven en la historia de Chile: 21 años de edad. De lo segundo da testimonio su absoluta y sincera falta de rencor luego del horrible atentado sufrido por él y por su esposa en Roma, por obra de la dictadura de Pinochet. Y de ambos requisitos -bondad e inteligencia- reunidos a la vez da cuenta la visita solitaria al interior del Palacio de La Moneda que él realizó luego del largo exilio forzado a que había sido sometido: la bondad y la inteligencia sintetizadas en ese acto dejaron perpleja y muda a toda la clase política tanto oficialista como opositora, la cual, dada su comparativa inferioridad moral e intelectual respecto de Leighton, optó por juzgar entre previsibles susurros de “camaradas” que allí estaba la prueba de la ingenuidad senil ya atribuida al “hermano” Bernardo; y la oposición a la dictadura optó también por seguir “lúcida” y “honestamente” vociferando, con las protestas populares ya saturadas a fines de 1985, “¡y va a caer, ya va a caer, la dictadura militar!”. Tal estrategia me daba más pena que risa.

Haciendo retrospección, el fracaso político de Leighton, debido a sus indicadas virtudes, fue definitivamente sellado por el Presidente Eduardo Frei Montalva cuando destituyese al primero de su cargo como Ministro del Interior, hallándose éste, en pleno ejercicio de su función, y sin ningún aviso previo, en visita oficial al extranjero: ¡qué valentía! Y, más inconcebible, salvo en un alma ejemplar: así humillado, él, de regreso a Chile, venció a la humillación, oponiéndole la fuerza mayor de la verdadera y elegante humildad, es decir, ¿qué hizo?, ¡ningún comentario!, y calló.

Sugiero al lector que sitúe a otros nombres de “políticos” (no necesariamente stricto sensu) en el esquema antes propuesto, ninguno de ellos llevadero a sentimientos de odiosidad, pero no con nombres muy jóvenes, para evitar polémicas disquisiciones de coyuntural contingencia; en desorden, según se me vengan a la cabeza, Radomiro Tomic, Jorge Alessandri, Francisco Bulnes, Clotario Blest, Rafael Agustín Gumucio, Vicente Sotta, Raúl Ampuero, María Maluenda, Sergio Molina, Michelle Bachelet, Sergio Insunza, Carlos Prats, Volodia Teitelboim, Raúl Silva Henríquez, Carlos Briones, Francisco Fresno, XX, NN, Violeta Parra, Luis Figueroa, general Matthei, Felipe Lamarca,  Pedro Aguirre Cerda, José María Caro, Manuel Garretón RIP, Eduardo Cruz-Coke… siga Ud. si quiere.

Sí, son variaciones sobre un mismo tema, tan actual.

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