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En Francia un colega y yo dirigíamos el seminario general para los aspirantes al doctorado. El colega me propuso “El individualismo” como tema para el año. Por amistad, acepté sin entusiasmo. Me preguntó si yo conocía la obra del antropólogo Louis DUMONT. “No”. Me recomendó estudiarla como preparación al Seminario y, en particular, sus “Ensayos sobre el individualismo”. Compré las obras completas de DUMONT. Algo aprendí que me queda en la memoria, a lo cual no me referiré ahora, por no ser pertinente y por evitar esa maldita tendencia mía a irme mediante “asociación libre” -mal vista en la tradición cartesiana, aún sobreviviente- a irme por las ramas, como en esa fabulosa película de Buñuel: “El fantasma de la libertad” (pero ya me estoy yendo otra vez por las ramas, no, no comentaré esa película, que comienza en una plaza…).

Sentí una vaga antipatía hacia DUMONT. Había allí cierto olor a racismo militarista de extrema derecha, jamás desnudo, por cierto, pero, en filigrana, algo parecido a eso olfateé yo. Y la escritura, correcta, carecía de hermosura. Era dura, seca, sin un atisbo de espontaneidad o de personalidad propia, siempre tan instructiva, cuando no se cae en la exhibición narcisista, frecuente en las Memorias (¡aunque no, por ejemplo, en las de Raymond Aron!, mas sí, para decepción mía, en las de Gorbatchev). Además, la foto de DUMONT en sus libros me llevaba a relacionarlo con un sapo viejo, animal que no considero un ejemplo de belleza.

Uno no sabe por qué ciertas cosas suceden, pero suceden. Llegan como una ráfaga eléctrica al cerebro, sin ninguna aparente solución de continuidad. Y, allí ardientes, abren un proyecto inesperado, que ya, transformado en injustificada y quizás sólo momentánea pasión, conduce a la decisión y a la acción.

Yo nunca había leído a Nietzsche. 1º Mi formación católica, siendo adolescente, me lo prohibía sin decirlo, como si se tratase de leer una Biblia de Satanás vinculada a la perversión nazi. 2º Pero a hurtadillas compré su Zaratustra, que, por declamativo y “poético”, encontré aburridísimo. Y concluí: “Chao, Nietzsche. No me interesas”. Y así pasaron años. Oía hablar de él: yo me retiraba.

Hasta que el olor de DUMONT me dijo: ¡Aquí algo huele a NIETZSCHE! No. En Dumont no había ningún olor a Nietzsche. Mi asociación instintiva carecía pues de todo fundamento racional. Es sobre la base de tal completa irracionalidad que me encontré leyendo con toda mi posible racionalidad a Nietzsche de punta a cabo, más las biografías disponibles sobre él. Y, apasionado, aunque con el ojo siempre crítico, me transformé en -digamos- un buen conocedor de su obra y de su vida, ambas según yo siempre entrelazadas (Heidegger dice lo contrario, prefiere la obra a la vida…).

Con este ejemplo, que he experimentado en incontables ocasiones, no quiero entrar en detalles sobre Nietzsche. Lo haría en otra ocasión. Sólo quiero señalar esto: la más enriquecedora investigación científica o tecnológica proviene menos de una línea previamente trazada para su ulterior y fiel “seguimiento”, cual caballo de carrera galopando con ojeras en pos de la meta asignada, que de una disposición a ser sorprendido, a una revolución del proyecto y del propio investigador, a una curiosidad esta vez sí metódica pero abierta al cambio del método, a tropiezos y caídas que hacen “ver estrellas” así redescubiertas de otra forma, a la misión incumplida porque surgió, imprevisible, otra “misión cumplida”, nunca perfecta, y… no, esta vez no escribiré la palabra Incertidumbre.

Tal libertad indispensable para una vida cognitiva que no se limite a demostrar por los laberintos del empirismo positivista la blancura de la nieve, está, claro, “enmarcada” por normas ojalá mínimas pero vigorosas de deontología incluyentes del rechazo a la irracionalidad voluntaria, como aquélla contenida en la epistemología destructiva de la naturaleza y, por repercusión, de la humanidad, esclavizadas a los intereses miopes y fantasmales de sectas transversales y globalizadas, detentadoras del poder y del dinero e instrumentalizadoras de sabios suches bien pagados en la majestad desnuda de la “comunidad científica”.

Más moderna que tales prácticas sería la realización contraria de un “catecismo” ético cuyas virtudes ya bien conocidas son materia de innumerables simposios internacionales donde se ejerce una “fastuosa”, irresponsable y autosatisfecha charlatanería bien publicitada.

*

Pero no hay remedio. Cristo fue un estéril. Y sus Doctores de la Ley, con sus útiles “negros de Harvard” y su Teresa de Calcuta más algún abbé Pierre, constituyen la mafia de la moral: ignorancia, ostentación, corrupción, mentira y sermón nada montañoso de las cloacas dominantes en el poder, en el dinero y en la “búsqueda” científica. ¡Y soy católico!

AML.

No todo chiste repetido sale podrido. Suelo reír numerosas veces sobre un mismo chiste porque lo recuerdo desde distintos ángulos que me hacen encontrar nuevas significaciones. La interjección “¡ja!” es comúnmente reiterada en el movimiento cambiante y del sentido múltiple que tiene la risa. Cada “ja” expresa algo que no es igual a lo expresado por el siguiente(s) “ja”, de cuyo uso en la escritura se tiende por desgracia a abusar, perdiendo por esto el chiste buena parte de su hipotético valor humorístico o evidenciando el escritor su propia conciencia sobre la dudosa calidad del chiste y creyendo torpemente que por el exclamativo “¡¡¡JaJaJaJá!!!” convencerá así al supuestamente estúpido lector, hasta hacerlo reír. Pero no. La risa del escritor es falsa o mediocremente irónica y percibida como tal por el lector, quien no ríe, salvo a veces por piedad.

Algo semejante ocurre con narraciones que no son chiste. Suele convenir releerlas o rescribirlas sin que por ello salgan podridas. Siguen aquí dos reescrituras de ellas. La primera se refiere al artista florentino Miguel Ángel. La segunda a un episodio acaecido durante la construcción de la catedral de Chartres, cercana a París. Ambas narraciones releídas y rescritas tienen en común mi objetivo de estimular en ustedes y en nosotros la capacidad ya existente de emoción amorosa, siendo la primera, renacentista, emotiva; y la segunda, medieval, además amorosa. Sin olvidar que la emoción amorosa porta a menudo en su alegría un dejo de tristeza. Como nos sucede ante la precariedad de una rosa hoy feliz. Eliminaré en lo    siguiente detalles que considero prescindibles, como el color del cielo, por ejemplo. Muchas veces conviene entregar a los lectores la imaginación suya sobre el contenido de ciertos silencios.

I

Miguel Ángel.

El Papa había convocado a Leonardo da Vinci para que concurriese a la Piazza della Signoria, en Florencia, donde reposaba un gigantesco paralelepípedo de mármol. Curiosos se juntaron en ese lugar. Entre ellos, distante, curvado, como ocultándose, merodeaba Miguel Ángel, quien en edad era menor que Leonardo. Había llegado temprano y examinado atentamente la piedra blanca. Merodeaba, después, cavilando sobre su quizás.

El Papa propuso a Leonardo que desde ese bloque esculpiese la figura de un conocido personaje bíblico. Leonardo observó con prolijidad la piedra. La palpó, cerrando los ojos. Reflexionó. Y concluyó:

–         Lo siento, Santidad, pero debo rechazar su proposición, que agradezco. Una falla geológica atraviesa en efecto a este bloque, se trata de un algo como un río zigzagueante de arena negra. Lo se por haber palpado en mi corazón su inaparente vibración interior. Al esculpir la figura que Su Santidad me ha indicado, la piedra se quebraría en dos pedazos caóticos y el trabajo habría así resultado un completo fracaso.

–         Comprendo. Lástima.

Entonces Miguel Ángel, rápido como un rayo, se  acercó al Papa:

–         ¡Yo sí acepto el trabajo!

El Papa lo miró. Ya conocía algunas magníficas esculturas de ese artista. Y dijo:

–         De acuerdo. Inténtalo.

La labor fue larga y esforzada. De ella fue emergiendo y emergió la más perfecta, hermosa e imponente escultura de un desnudo cuerpo masculino que en mi concepto haya sido jamás realizada. Su nombre es:

DAVID.

Ver a ese David conociendo su descrita génesis emociona al visitante del museo.

II

En la construcción de la catedral de Chartres.

Durante su construcción, un paseante observaba el conjunto. Se acercó a un hombre visiblemente pobre y le preguntó, viéndolo cincelar a golpes de martillo una piedra rugosa, oscura, del tamaño que tendría hoy una pelota de fútbol. Él preguntó al obrero, sudoroso:

–         Qué haces.

El trabajador respondió, huraño, sin detener su golpeteo ni mirar a la visita:

–         ¡Siempre lo mismo: cubos para los muros! ¡Todo el día, todos los días, además por una miseria de dinero, la misma cosa! ¡Estoy harto de esto! ¡Malditas piedras! ¡Y vete, déjame seguir en esta esclavitud!

Y continuó golpeando la piedra, mientras el caminante proseguía su paseo. A pocos metros encontró a un hombre que estaba haciendo exactamente el mismo trabajo que el anterior, igualmente pobre y sudoroso, pero con un semblante diferente. El visitante le formuló la misma pregunta:

–         Qué haces.

El obrero interrumpió su ejercicio y por una rápida pero no apresurada parábola visual levantó su mirada desde la piedra hacia vagamente el cielo, hacia el proyecto pétreo en curso de realización, hacia la mirada del consultor y, sonriendo a éste con alegría, le respondió, en un humilde suspiro:

–         ¿Yo?… estoy construyendo una catedral.

El caminante se despidió y se vio invadido por el sentimiento de la emoción amorosa. Dio por terminado su paseo.

*

P.S., con aquel señalado dejo de tristeza, sólo un dejo: “pobre Leonardo, admirando sin envidia, pero con insatisfacción hacia sí mismo por aquella mañana en la Plaza, este espléndido David de Miguel Ángel, ‘que yo no habría podido hacer mejor’ imagino; y más pobre aún el primer obrero en Chartres, nunca admirativo de la obra por él detestada y ya casi terminada”. AML.

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